sábado, 5 de noviembre de 2011

La Memoria fragmentada

EL JARDÍN DE MELIBEA
(Fragmento de memoria 2)

            Tardé tiempo en comprender qué era lo que quería decir Azorín al llamar a Albacete "Nueva York de la Mancha". Para mí,  decir Nueva York era tanto como decir Empire State Building y, en los años cincuenta, el edificio más alto que había en Albacete era el de Legorburo, que, desde luego, no existía cuando el maestro de Monóvar identificó nuestra ciudad con la de los rascacielos. Tardé en comprenderlo lo que tardé en conocer a don José S. Serna, que al dedicarme su "Albacete, siempre", recopilación de textos azorinianos sobre nuestra tierra, publicada en 1.970, escribió en la primera página: <<A Luis Morales. En ausencia del maestro, le dedica esta obra el aprendiz>>. Aprendiz que para mí era maestro y primer mentor;  nadie sabía más que Serna de Azorín. En la página veintitrés se recoge el lema en su contexto:



            [...] Maquinismo; modernidad de Albacete. Derroche de luz eléctrica en Albacete. En la noche, un enorme resplandeciente sobre la ciudad. Nueva York; todo a máquina; todo con máquina. Trigo; molinos con maquinaria extramoderna. [...] Y la vertiginosidad del expreso que deja un remolino de polvo en la llanura.

            El texto procede de la obra "Superrealismo", de 1.929, que, en la edición de Losada, se publicó con el título de "El Libro de Levante". Azorín realiza el trayecto Madrid - Valencia en ferrocarril y, después de atravesar la llanura manchega sin avistar capital alguna, parando de tarde en tarde en poblachones decimonónicos, queda deslumbrado por la luz eléctrica de Albacete, por las fábricas de harina que bordeaban el Paseo de la Cuba, paralelo a la vía del tren, que recorría, camino de la vieja estación, lo que hoy es el Parque Lineal. Era, pues, el horizontal maquinismo, y no la verticalidad inmobiliaria, lo que evocaba en don José Martínez Ruiz el recuerdo de Nueva York.


Treinta años después de que Azorín sirviera en bandeja el lema al otro don José, -además del "Albacete, siempre", autografiado por Martínez Ruiz en un retrato enviado a Serna-, visitaba yo la fábrica de Fontecha semanalmente. Era el caso que una hermana de mi padre estaba casada con el administrador de la fábrica, matrimonio del que había nacido una sola hija, mi prima, ojito derecho de su tío, mi padre, por ser la más pequeña de las de su rango y la única, carnal, que tenía en Albacete. Así las cosas, con la frecuencia que escrita queda, se recorría el trayecto que mediaba entre el Pasaje de Lodares y el azoriniano molino eléctrico.

            Una vez abandonado el pasaje y ganada la calle Mayor, una línea recta que pasaba por la plaza Mayor, enlazaba con Zapateros y recorría la avenida de la Guardia Civil, concluía ante las tapias del huerto de mis tíos, huerto que me trae a la memoria el de Melibea, hija, como mi prima, única de sus padres. Llegados a las tapias sólo había que caminar unos metros hacia la derecha para llegar a la casa del administrador, que ocupaba uno de los corneros de la industria fabril. Situábanse las oficinas en la planta baja mientras que el piso principal constituía la residencia de la familia. Tenía la vivienda un largo pasillo que desembocaba en el salón en el que solía atenderse la visita e inmediatamente antes de llegar a él,  se encontraba, a la derecha, la puerta de cristales que daba a la escalera, colmada de geranios, por la que se descendía al jardín, jardín feérico por los muchos secretos que atesoraba, de los que no era el menor el huerto propiamente dicho en el que se cosechaban, entre otras delicias, unos cohombros que no he vuelto a ver en sitio alguno. Pero el auténtico mihrab del carmen era un cuarto en el que la niña, niña de los ojos del padre, custodiaba innúmeros juguetes, bicicleta de fémina  incluida, con los que las tardes de primavera y otoño transcurrían en despreocupación paradisiaca. No obstante, el centro del habitáculo, y de nuestra atención, era un columpio que pendía del techo, afirmado su asiento de madera por férreas y bien forjadas cadenas.

            Era el jardín feérico de forma rectangular y en él se hallaban dispuestos acotados parterres con rosales bien cuidados que, junto a los árboles, principalmente moreras, formaban un apropiado boscaje para practicar el escondite y otros secretos juegos tan propios de la adolescencia insurgente como impropios de ser aquí desvelados. Pero era el jardín de Melibea tan sólo un pequeño país del universo de jardines de la fábrica, a los que, privilegiados ciudadanitos, teníamos libre acceso desde una puerta lateral que, franqueada, nos situaba en el amplísimo espacio cerrado por verja modernista en todo su frente.


            Macizos triangulares de alheña dibujaban un jardín francés en el que las rosas trepaban por férreos arcos aromando las primaveras de Calisto y Melibea, ajenos ambos al sudor de los molineros, al cansancio de los costaleros, a sus encallecidas manos, en más de una ocasión atravesadas por la curva aguja de cerrar los sacos. Ideales para recorrer en bicicleta eran los pasillos formados por la floresta. Acogedores para descansar, los bancos de piedra aquí y allá aposentados. Formidable la escalera central con sus gemelos leones en el arranque de las gemelas balaustradas, feroz mirada de estuco inofensiva frente a la realidad de carne, hueso y bronco ladrido del mastín que, durante el día encadenado bajo la escalera, custodiaba de noche la fábrica y su blanca mercancía.



            Realizábamos desde la escalera operación inversa a la de Azorín. Admirábase el de Monóvar al ver desde el tren la fábrica. Nos admirábamos nosotros al ver desde la fábrica el tren. No prestábamos casi atención al verde "Rápido", ni tan siquiera al "Pájaro Azul" de exótico nombre, pero el rojo encendido del TALGO, la cromada elegancia del TAF y el fugaz atisbo de su elitista pasaje, nos producía asombro en la mirada y ensueño en el ánima, que, tomando asiento en el articulado ligero Goicoechea Oriol, viajaba, como Azorín, al mar multisonoro.



            

Siguieron pasando los trenes y los años, cambiando de color unos y otros; el brillante TAF dio paso al TER azul, la blanca infancia al luto adolescente por la muerte del administrador, con cuyo óbito fenecía también el derecho de su familia a vivir en el privilegiado recinto. Fue el día del entierro el último en que yo pisé aquellos jardines, el último en que me senté en sus bancos, el último en que oí los ladridos del mastín y vi pasar los trenes desde la majestuosa escala, el primero en que mi padre me sorprendió  fumando un cigarrillo. Que hacía tiempo que fumaba -pongamos desde los once años- ya lo sabía; que se me aplicaran severos correctivos al detectarse en mi aliento el olor que los caramelos "Saci" no lograban eliminar, era de rutina, pero que me pillaran con las manos en la masa era totalmente nuevo. Mi difunto tío me sirvió de excusa, qué las ánimas me perdonen, pues, viéndome sorprendido, achaqué al estado de nervios y abatimiento que las circunstancias propiciaban, mi necesidad de recurrir eventualmente a la nicotina; creyéraselo mi padre o no, fue un alivio que la verdad se patentizará, pues ello me exoneraba, tras años de angustia, de buscar escondites estancos, estancos a la curiosidad paterna y estancos por contener el prohibido paquete, que había llegado a pernoctar en secretísimos escondrijos del parque o, rizando el rizo, sobre la caja de la cerradura, a la que se accedía a través de un cristal roto, de una de las puertas del ascensor averiado de mi casa.

            Con el humo de aquel cigarrillo esfumáronse las visitas a la fábrica, los juegos en el jardín de Melibea, el avistamiento de los trenes, la infancia...

            No hace mucho, anduve el antiguo recorrido: ahí está el pasaje, ahí la calle Mayor, ahí la plaza, y la calle Zapateros, y el cuartel de la Guardia Civil. Edificios pantalla ocultan, desde esa perspectiva, la ruina de la fábrica, los retorcidos hierros de su verja, el hueco que ocuparon los leones en la ya casi inexistente balaustrada. Permanece inedificado el solar de la casa del administrador. Puse mis pies en el suelo que fuera del huerto, imagine sus límites, el lugar que ocuparon las moreras, la fértil tierra de los cohombros, los macizos de aligustre, los geranios, los rosales... Encendí un cigarrillo y abandoné el lugar recordando el texto tembloroso de una tarjeta enviada por Azorín a Serna en 1.962: ...el tiempo manda. ¿Y quién desobedece al tiempo?


(Publicado en Barcarola,  núm. 63 - 64. Julio 2004.)


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