domingo, 16 de octubre de 2011

Mi libro de arena


Yo tengo un libro de arena. Me explicaré: no es exactamente como aquél con el que Borges nos inquietara allá por 1975, -yo ya  tenía el mío cuando Alianza – Emecé publicó en España el del argentino-, ni se trata tampoco de ninguna edición rara ni lujosa ni de misterioso origen aunque no es menos cierto, y ello puede ser significativo, que hablamos de “Las Mil y Una Noches” que editó la mexicana editorial Porrúa en 1970 con selección y prólogo de Teresa E. Rohde y traducción de Vicente Blasco Ibáñez y que yo adquirí en 1971, con el sello del importador número 77, perteneciente a H. F. Martínez de Murguía, en la Librería Universal de D. Juan Puchades Montón, sita en la calle Artes Gráficas, 8, de Valencia. Su precio fue de 125 pesetas, esto es de 75 céntimos de la actual moneda europea. Se trata de un volumen de 21’5 cm por 13’5 cm, encuadernado en rústica, muy sobriamente impreso a dos columnas en sus ¿375? páginas, número 1466 de una edición de 5000 ejemplares y 136 de la colección “Sepan cuantos…”
Es indudable que al ver el número 375 entre signos de interrogación ya habrán adivinado, al menos los lectores familiarizados con Jorge Luis Borges, por qué he empezado este relato diciendo “yo tengo un libro de arena” aunque añadiré ahora que no se trata de un buen comienzo pues es clara la analogía entre las páginas infinitas del libro borgiano y la infinitud de los bíblicos granos de arena pero mi libro no tiene infinitas páginas sino un número cambiante de ellas; de hecho ahora mismo, cuando he ido a comprobar el guarismo “375”, el libro sólo tenía 312 páginas: ha desaparecido completamente la historia de Aladino. Si tenemos en cuenta que otro de los cuentos que con más frecuencia desaparece es el de Alí Babá, podríamos pensar que hay en el volumen una voluntad de volver a su forma primigenia, si es que alguna vez la tuvo, pues sabido es que fue Antoine Gallan, su primer europeo, el que en su versión expurgada de 1704 incorporó estas narraciones ajenas al corpus original, si es que alguna vez existió algo así. Pero no es tan fácil pues tanto Aladino como Alí Babá reaparecen cuando quieren unidos a otros cuentos que en principio no había seleccionado Teresa E. Rohde. Así fue, por ejemplo, como pude leer la “Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente”, que de esta manera se castigaba por su avaricia, que lo había llevado a la mendicidad, o la de “La princesa Suleika” con el políglota visir del rey de Damasco que había aprendido el habla de los persas, de los kurdos, de los griegos, de los tártaros, de los indios y de los chinos, como se relata en la noche octingentésima septuagésima séptima.
A pesar del desconcierto que el inestable libro produce no he dejado de considerar, dado que nunca se ha desdoblado en varios volúmenes, aunque el volumen único haya llegado a tener 1648 páginas, la comodidad que supone el poder leer en él la entera obra, sin tener que acudir a los seis volúmenes de Blasco Ibáñez, dos de considerable grosor en Cátedra,  y menos a los dieciséis en inglés del celebrado capitán Burton, siempre y cuando, eso sí, estemos dispuestos a leer determinadas historias no cuando nosotros queramos sino cuando el libro decida hacerlas aparecer o, también, a renunciar a la lectura de otras que no encontraremos puntualmente cuando queramos. Esto hace que lleve años, por ejemplo, sin poder releer “El diván de los fáciles donaires y de la alegre sabiduría”, que con todas sus noches desapareció una de 1987 sin que por el momento haya vuelto a aparecer.
A veces he intuido que esas páginas que se extravían, reaparecen súbitamente en otros ejemplares de similares características y que tal vez cuando yo no puedo leer “Las babuchas inservibles” es porque han aparecido en el volumen de un lector uruguayo o que cuando yo leo la “Historia del hermoso príncipe Diadema” se la acabo de hurtar acaso a un hispanista de Milwaukee en Wisconsin.
Sea como fuere no tengo la más mínima intención de deshacerme del inestable volumen pues la inquietud que produce es a veces casi placentera. Le tengo reservado, eso sí, en mi biblioteca un hueco especialmente para él habilitado pues observé que cuando crecía aplastaba de manera inaceptable a sus compañeros de anaquel: “Los Evangelios apócrifos” a su izquierda y el “Tao Te Ching” a su derecha. Pensé malvadamente en un determinado momento situarlo justamente en medio de los poemas completos de Guerrín y los artículos de prensa de Gómez Arteda por ver si cuando creciera, la presión ejercida sobre dichos volúmenes actuaba a manera de mágico vudú sobre sus autores mermando de algún modo su intolerable producción pero pensé también que, por el mismo proceso, bien podría ser que cuando encogiera proporcionara un alivio tal que el efecto producido fuera el contrario con sus desagradables consecuencias para el bienestar público. Decidí por tanto acomodarlo en un espacioso hueco en el que casi a simple vista puedo ver si tengo nuevos cuentos o, por el contrario, algunos me han sido enajenados. Así lo conservo, no perdido en una vasta biblioteca sino siempre bien hallado en los estantes de mi modesta librería.
A pesar del relato que acabo de hacerles, no suelo pensar demasiado en el extraño fenómeno: las cosas pasan y ya está, y si en el suceso tienen algo que ver las “noches árabes” mayor es el motivo para no darle importancia y menos, buscarle explicación. Sólo una me ha venido a veces a la imaginación: dice la leyenda que el que lee por completo “Alf layla wa layla” se vuelve loco. Yo creo sinceramente que el que se ha vuelto loco es mi libro de arena.
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