jueves, 20 de octubre de 2011

La Memoria fragmentada

El hielo derretido en su cubo de zinc
    (Fragmento de memoria 1)

             
       El hielo se derretía lentamente en su cubo de zinc mientras yo miraba absorto cómo el herrero, sujetando entre sus piernas la pata de la caballería, descargaba certeros martillazos sobre la herradura previamente adaptada a la pezuña. Mi madre sabía, por el hielo que quedaba en el cubo, si ese día el herrero había tenido trabajo o no y si había sido cuando iba o cuando volvía de la fábrica de hielo, sifones y gaseosas a la que invariablemente, cada mañana de verano, me encaminaba, a eso de las diez, para proveer la nevera.

       La nevera de serpentín había sustituido a la fresquera y, antes que conservar los alimentos, proporcionaba, a través de un pequeño grifo exterior, un agua fresquísima, tan en su punto que tal vez no la haya vuelto a probar igual desde que, unos años después, un moderno frigorífico ocupó el hueco de la nevera y me liberó para siempre de mi cotidiano paseo a la fábrica de hielo, cubo de zinc en la mano, pero que también para siempre archivó en el recuerdo la escena de la herrería, que no mucho después hubo de cerrar sus puertas por falta de caballares clientes.

       En casa se madrugaba más en verano que en invierno, tal vez porque aún dependíamos algo del ritmo solar, tal vez por el mero placer de sentir en toda su amplitud el frescor de las mañanas de estío, que algunos días ampliábamos casi epicúreamente yendo a almorzar al parque, sobre las nueve de la mañana, cuando a la amabilidad de la temperatura se añadía la procedente de las mangas de riego, que, por esas horas, manejaban con destreza los jardineros.  Solía ponernos mi madre un pequeño bocadillo que, sentados en alguno de los bancos de piedra, comíamos apenas llegados para que hubieran espacio las tres horas de digestión que D. Elías , médico de cabecera de casa, recomendaba si queríamos, hacia el mediodía, tomar el baño en la piscina sindical de "Educación y Descanso", única a la sazón existente en Albacete.


       Entre el almuerzo campestre y el sindical baño se realizaban tareas tan diversas como rutinarias, entre las que se incluía, por supuesto, el acarreo de hielo, y que se englobaban bajo la común denominación de "hacer los recados". Obviamente, comprar el pan era uno de ellos; se hacía en un pequeño quiosco instalado en un portal de la calle ancha donde Carmen, cuando me veía entrar y sin que yo dijera nada, me proporcionaba la consabida cotidiana ración: un rollo, una barra de pan sobado y otra de Viena.  No obstante, de todos los recados, el que más me gustaba era el de la droguería.  Y por varias razones, la primera de las cuales estribaba en que el droguero tenía una hija, tal vez de veintialgún años por aquel entonces, cuya exuberancia alegraba no sólo mi hastío preadolescente sino también algún que otro ardor juvenil que no tardó en resolverse en boda con un buen mozo del comercio local. Pero no sólo era la despampanante presencia de la hija del droguero la que hacía especialmente agradable el higiénico recado sino también la variedad de productos que mi madre me encargaba: escamas de jabón para lavar la ropa, arena para fregar los cubiertos, lejía a granel, esencia de trementina para los muebles, alcohol de quemar para caldear el cuarto de baño, petróleo para el hornillo de la cocina, estropajos de esparto... Lo que más me molestaba de los recados era la cesta que había que llevar para el transporte de las mercancías y a causa de la cual mi hermano el mayor, que ya llevaba pantalón largo, no quería hacerlos por si lo veían los amigos; mi padre apoyaba el derecho a la dignidad del primogénito y, por su parte, mi hermano pequeño era demasiado pequeño para tales menesteres. Como mis padres no tenían descendencia femenina, cosa bastante necesaria por aquel entonces para las marmotiles tareas, el mediano, ‑es decir, yo, que nunca fui pequeño ni mayor-, se convirtió durante años en el recadero mayor de la casa por lo que también solía acompañar a mi madre a la plaza, esto es, a realizar la compra diaria en el mercado central, que por constituir uno de los cerramientos de la Plaza Mayor, había trocado el nombre que a su función correspondía por el de su ubicación.

‑ ¡Luis! ¿Te vienes conmigo a la plaza?

‑ Sí, madre.

       No había aún bolsas de plástico ni carritos de la compra y las mujeres acudían al mercado provistas de un gran bolsón en cuyo interior se albergaban otros recipientes más pequeños, más flexibles y más específicos, como la malla para la fruta o el talego para la harina. La vuelta, calle Mayor arriba, podía ser penosa a causa de la carga y culminaba, en nuestro caso, con la ascensión al tercer piso en el que vivíamos, el del número cuatro del Pasaje de Lodares, cuyo ascensor estuvo averiado diecisiete años al no estar contemplada su utilización en los contratos de arrendamiento por lo que el propietario no estaba obligado a su reparación. Llegados a la plaza, el itinerario era fijo: entrábamos por la puerta lateral que daba a la entonces Calle de Serna y López, ‑antes y ahora Carnicerías‑. El primer puesto a la derecha era el de Diego, el carnicero; el primero a la izquierda el de Lucía, la de los pollos, por lo que, si no había mucha aglomeración, solían ser objeto de la primera visita. En caso contrario, se podía hacer el encargo para recogerlo tras el paso por otros puestos menos concurridos. El centro de la nave lo ocupaban otros carniceros, charcuteros y polleros, así como el frente y el lateral derecho pero el lateral izquierdo estaba reservado a los pescateros, el último de los cuales, Paco, era el nuestro. Muy próximo al puesto de Paco estaba todo el mecanismo que hacía funcionar las cámaras frigoríficas, mecanismo que, frecuentemente averiado, despedía un insoportable olor a amoniaco. A continuación de este puesto aparecía la escalera que llevaba al piso de la fruta y la verdura. Carnes, pescados, amoniaco... y ahora la fruta. El cambio de olores era tan imperceptible que finalmente sólo olía a mercado. Un olor también perdido, junto con el olfato, para siempre, pero que, no sé cómo, parece querer volver de vez en cuando al abrir un frigorífico, al comprar en un supermercado o al preparar cualquier domingo los ingredientes para resucitar el irrepetible pollo en pepitoria con el que mi madre hacía los días feriados aún más solemnes y deleitosos. La luminosidad del piso dedicado a frutas y verduras contrastaba con la oscuridad del inferior pues a través de una claraboya que cerraba el armazón de hierro se tamizaba la luz, dejando caer suavemente sobre los puestos una claridad que hacía aún más viva la multiplicidad de colores que inundaba la nave. El puesto de Miguel era de los centrales y en el se exhibían, ya fuera en el mostrador, ya en cajas debidamente colocadas en el suelo con la inclinación adecuada, los productos propios de cada época, que hacían cambiar el tono de la exposición desde los verdes y ocres del invierno hasta la explosión multicolor del verano. Miguel atendía con cordialidad a sus clientes y era ayudado en el negocio por sus hijos, de diversas edades, el mayor de los cuales era el encargado de llevar a domicilio, primero en un viejo triciclo y después en una Guzzi con cajón adaptado en el transportín, aquellas compras que excedían por su peso o por su volumen la posibilidad de transporte manual. Algo que siempre me llamaba la atención del mercado era que, habiendo ascendido la escalera para llegar a los puestos de fruta, se pudiera salir a la calle a pie llano desde el portón que había frente al puesto de Miguel; no así si se hacía por la entrada principal,

que obligaba a descender la escalinata correspondiente. Y era que el mercado se encontraba en las primeras estribaciones del Alto de la Villa por lo que la planta baja sólo lo era por la Calle Carnicerías mientras que se convertía en sótano por la de La Luna, teniendo su punto intermedio en la escalinata principal que ascendía desde la Calle de La Estrella. La salida por la Calle de La Luna conducía, si uno quería ganar la cuesta de la Estrella, al chaflán en el que se situaban las verduleras que, carentes de puesto, exhibían su género en grandes cestos de mimbre o en seras y serones de esparto. Tenían aquellas mujeres fama horrible de pendencieras y malhabladas y cuando oía la expresión "reñir como verduleras" no sabía yo si el dicho se refería a aquellas mujeres individuadas del chaflán del mercado o, de forma genérica, al gremio entero. La cuesta de la Calle de La Estrella presentaba todo el aspecto de un zoco con sus puestos de madera entoldados y sus ocupantes gritando a los cuatro vientos la bondad de sus productos. Según se descendía quedaba a la derecha la fachada principal del mercado que alojaba, en el chaflán opuesto al de las verduleras, la torre del reloj. A la izquierda se alineaban las viviendas que habían acogido a familias patricias de la ciudad antes de que, a principios de siglo, el centro se desplazara hacia el Val General. Bajando por la cuesta se hacían las últimas compras y, con suerte, justo debajo del reloj, se tomaba un agua de cebada cuyo sabor es ya puro recuerdo como lo es la misma fabricación de la salutífera bebida. En la plaza misma, en el cerrado que los puestos de madera formaban, ofrecía Emilio sus sandías y sus melones, expuestos en el suelo sobre lonas y bajo una carpa que proporcionaba sombra tanto al producto como a vendedor y compradores. Cargados, como queda dicho, calle mayor adelante, emprendíamos madre e hijo el regreso a casa entre un gentío que iba y venía, entraba y salía de los comercios, se arremolinaba en torno a los charlatanes que frecuentaban la vía y pregonaban sus gangas con fluidez verbal que para sí quisieran algunos bachilleres.


       Era mi madre mujer joven que, por haberse criado en la casa de mis abuelos, mis bisabuelos y aun mis tatarabuelos, en la cuesta de la Estrella, se movía con seguridad por estos escenarios en los que los más mayores le seguían llamando Patrito como si aún fuera la niña que habían visto nacer mediados los años veinte. Y es que, esencialmente, la ciudad y sus gentes seguían siendo los mismos en los años cincuenta por lo que, los que entonces nacimos, nos fuimos transformando a la vez que la ciudad lo hacía y fuimos tal vez los últimos que llegamos a tiempo de conocer el antes y el después de un Albacete que fue desapareciendo como el hielo en su cubo de zinc.


(Leído en el Museo Municipal el Día del Libro de 1997) 

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