sábado, 31 de diciembre de 2011

jueves, 22 de diciembre de 2011

Soneto XVII

También tiene su hueco la tristeza
y hay días en que no pasando nada,
se ve uno con el alma desolada
y el corazón henchido de pereza.

En los que sólo alzarse es ya proeza
y enfrentarse rendido a la jornada,
sabiéndote la partida ganada,
puro alarde de inútil fortaleza.

En los que uno quisiera no estar vivo,
oír el silencio del universo,
ir de ayer a mañana en un momento,

hacer justamente el camino inverso
que lleva de la nada al sufrimiento,
que te hace ser de la vida cautivo.
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domingo, 11 de diciembre de 2011

Expreso de media tarde


 Aunque se acabaran de conocer, ambos tenían la sensación de haber estado en la vida del otro desde siempre. Marita, tan apática durante los últimos meses, creía haber recobrado de pronto las ganas de vivir, de volver a ser la Marita que había sido antes de conocer a Manterola, la misma que Manterola había ido anulando poco a poco a base de tácitas exigencias, de gestos adustos, de ausencias para él imperceptibles. Por su parte, Raúl había alcanzado, o al menos así lo pensaba, el grado de misantropía con el que había de pagar, a la humanidad en general y a Marifé en particular, el haber sabido sacar de él, para reprochárselo a la postre, lo más negro de su corazón dejando, eso sí, -pobres imbéciles-, casi inmaculada su alma de niño grande, de ingenuo absoluto, de soñador patológico. Sin embargo ahora recobraba su locuacidad, su perdida sonrisa, su caballerosidad proverbial. Y es el caso que por la mañana, cuando ella se había presentado en el mostrador de la pensión que regentaba, Raúl ya había sentido un halo extraño, el que su intuición percibía de tarde en tarde cuando alguien especial le miraba directamente a los ojos. Al mismo tiempo la voz de Marita había reverberado de tal forma en el hueco de la escalera que más que llegar  a sus oídos desde la garganta fumadora de la mujer la había oído dentro de sí mismo como si procediera del sonido envolvente de una película de la que ellos empezaban a ser los protagonistas.

Había venido después la anécdota del bolso robado y del carnet de identidad perdido, el casual encuentro en la cervecería, el desparpajo absoluto de una Marita que no paraba de hablar, que no paraba de fumar, que no paraba de beber cerveza... Pensaban los dos mientras volvían a la pensión que algo imprevisible estaba sucediendo y no dejaba de molestarles el que a esas alturas de su vida, algo más que mediada, pudieran verse sorprendidos por un desconocido, pudieran sentir un desasosiego que tenían ya olvidado después de haberse convertido en dos auténticos supervivientes de todo tipo de reveses existenciales y de haberse ido modelando un corazón de pedernal en el que los sentimientos eran ya fantasmas en los que no creían, sombras que no producían ni frío ni calor, ecos de sonidos para siempre extinguidos.

Pero allí estaban, en silencio y con un vacío en las entrañas, caminando lentamente hacia la pensión en la que los días de Raúl se iban pudriendo de tedio desde hacía más de veinte años y a la que Marita había llegado huyendo no sabía exactamente de qué porque, en realidad, sólo huía de sí misma y de una vida que creía perdida tras la traición de Manterola. La calle era estrecha y aún más la acera por la que iban llegando irremediablemente a su destino sin que ninguno de los dos quisiera realmente llegar. El leve balanceo de brazos hacía que de vez en cuando sus manos se rozaran produciendo una descarga estupefaciente que profundizaba el vacío del estómago y producía un suave vahído que les hacía sentir en un estado casi de flotación. Hay pieles que nunca deben rozarse si no quieren quedar encadenadas en un proceso de adicción más fuerte que la droga más fuerte.

Casi sin saber qué camino habían traído, avistaron el rótulo de la vieja pensión. Situada frente a las vías había sido desde siempre refugio de transeúntes que llegaban a la capital para resolver asuntos comerciales o administrativos y el tiempo la había ido deteriorando a la vez que deterioraba a su dueño que había visto pasar frente a ella todos los trenes del mundo sin que ninguno pareciera ser el suyo, sin que la vibración de los cimientos cada vez que uno pasaba fuera ya perceptible para él como no lo eran tampoco los silbidos que con su efecto doppler dejaban una estela de frecuencias que atravesaba la ciudad. Raúl cedió el paso a Marita, entraron y, sin decir nada, se miraron a los ojos como queriendo encontrar la respuesta a una pregunta que ninguno de los dos había hecho. Fue Marita la que queriendo aliviar la tensión la llevó sin embargo a ese límite en el que ya el retorno es imposible:

- Raúl, ¿me dijo la 212 o la 215?... Ande, acompáñeme usted a la habitación que me encuentro un poquito mareada...

            Raúl pasó detrás del mostrador, cogió mecánicamente, turbado, sin tener conciencia apenas de lo que hacía, la llave de la 213 y con gesto cándido se dirigió hacia el ascensor donde ya esperaba Marita con un brillo especial en los ojos, ese brillo que no es sólo atribuible a la cerveza y que desde hacía mucho tiempo sólo aparecía en su semblante después de haber llorado. El minúsculo espacio hizo más inevitable aún el cruce de miradas que ambos mantuvieron con claridad meridiana buceando en el fondo de lo que ya empezaban a intuir como un océano de sensaciones, como una caricia de suavidad tal que empezó a erizar sus cuerpos sin que ellos pudieran hacer nada por evitarlo. Fue entonces cuando Raúl lo dijo:

-          Marita, necesito su piel...

Y cuando el ascensor paró en el segundo, sus manos ya estaban entrelazadas.

Raúl pasó delante y entornó las viejas contraventanas tamizando la luz de tal manera que no hubiera lugar a ese rubor que todavía se puede tener cuando la adolescencia es ya un abismo. Entretanto Marita se había sentado en el borde de la cama y con parsimonia se iba quitando los anillos, el reloj, las cadenitas que nunca se quitaba. Él se había sentado ya en el otro borde de la cama, de espaldas a ella y se había ido despojando de sus prendas para recostarse desnudo tras Marita en el momento en que ella se quitaba el sujetador y acariciar la desmesura de su piel con la mano derecha mientras la izquierda asistía al despertar de unos senos que le recordaban el bienestar del agua tibia en el baño de un bebé. A lo lejos sonaba un aria de Kiri Te Kanawa y los labios empezaban a confundirse no en una guerra sino en un diálogo amable de voluptuosidades que producía una sensación de ingravidez, de atemporalidad que hacía que el amor, la vida y la muerte se confundieran. Hubieran querido que aquello fuera la eternidad, que el tiempo se parara, que los cuerpos desaparecieran para no salir de aquel estado hipnótico al que, no sabían cómo porque nunca les había ocurrido, se habían transportado. Pero no descansaban las manos y las de Raúl, tras haberse demorado por un tiempo en el vientre dulce de Marita, tras haber deambulado en samba por un universo brasileiro, se perdieron entre los delfines estremecidos  de sus muslos y sus dedos entre la sonrisa húmeda del placer.  No se distinguían las notas de Kiri, tan humanas, de  los susurros de Marita que, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, abría su piel a la ternura de un  náufrago varado en sus entrañas,  al amor de una brisa que cuando se embravecía amainaba para volver a embravecerse  y volver a amainar amenazando con arrobarle los sentidos y aun la vida si quisiera. Y es que Raúl se movía con lentitud evitando el final del aquel abrazo increíble pero permaneciendo estático y extático cada vez  que sentía que Marita se moría y era como si se murieran cada vez y cada vez resucitaran para volverse a morir.

Fue entonces cuando los cimientos de la pensión empezaron a vibrar a deshora, levemente primero, con más fuerza después y con los cimientos los cuerpos fundidos de Raúl y de Marita. Un cataclismo pareció cernirse sobre su desnudez cuando una descarga eléctrica recorrió la médula de los amantes como si todo el voltaje de la catenaria se hubiera concentrado en aquella habitación. De la garganta de Raúl surgió un profundísimo quejido. El largo grito de Marita se confundió con el final del aria de Kiri y con el agudo silbido de la locomotora. El expreso de media tarde, desde hacía tantos años inhabilitado, volvió a pasar por la pensión. Dicen que el efecto doppler duró hasta el amanecer.




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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Lamento de Dido de Dido and Aeneas (1689) Henry Purcell.

Los Deseos. (Papeles de Literatura contemporánea) Número 2. Primavera de 2002. (Dirigida por Andrés García Cerdán)







Selección de obras.

La selección de obras (libros, peliculas, sonetos, óperas) no se realiza por orden de preferencia pero tampoco de manera aleatoria. Está especialmente dedicada a mis alumnos de Literatura Universal y se va completando en razón de los temas que se han explicado en clase o de los comentarios surgidos en torno a los mismos. Todas están, no obstante, entre mis realmente preferidas, dado que una de mis principales áreas de estudio ha sido siempre la relación Música / Literatura.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Soneto V

Sé quién soy al final de cada día,
que no tengo nada y todo lo tengo,
que sólo con tu vida me sostengo
y que sólo tu vida es mi alegría.

Sé quién eres y cuál es tu acedía,
también dónde estoy y de dónde vengo,
qué puedo, qué no puedo y qué pretendo,
qué hago, qué no haré y qué haría...

Pero no es fácil ver en los espejos
toda mi desnudez por compañera,
todos mis años rotos y empolvados,

amarillos sicarios que de lejos
clavan sus segundos envenenados
en mi flaca esperanza volandera.
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miércoles, 23 de noviembre de 2011

La juventud, ese problema. (1968)

Mi primera publicación. (Pentalogía Lírica)

En 1967 tenía yo quince años como Isabel Serna, la hija pequeña de D. José S. Serna. Le dije a Isabel que quería ser poeta; me dijo que me presentaría a su padre. Y me lo presentó. (Gracias, Isabel) Don José me publicó en el número tres de Alcor, suplemento literario de la revista DIA (Documento Informativo de Albacete), revista publicada por el Movimiento Nacional. Mi profesor de matemáticas, don Francisco Pérez, me lo recriminó: "Ya sé que publicas en revistas del Movimiento" Sí, D. Francisco, sí. Pero no había más y el propio D. José S. Serna, que había mantenido Ágora en los treinta,  veía en la posibilidad de Alcor la posibilidad misma de la palabra, de la poesía, de la apuesta por los jovenes. (Gracias, D. José).



NOTA BENE: Tal cual Sócrates, no se conoce escrito alguno de D. Francisco Pérez. Aunque nunca le faltaron sus platones, sus jenofontes y sus aristofanes, gracias a los cuales se sabe de su sabiduría. Ayer, sin ir más lejos aparecía en la columna de Ramón Bello Serrano.


Soneto XVI

De estrella y luz de luna mis banderas,
como en aquel poema adolescente,
tengo ya preparados nuevamente
tantos signos de amor como tú quieras.

Hemos vuelto a aquellas mismas riberas
en que fluyó la vida sonriente
y has visto en el cristal de su corriente
que eres, a pesar de todo, quien eras.

Seguiremos el curso de ese río
que del ancho mar todavía lejano
ofrece aún verdes parajes de vida;

sus aguas surcará nuestro navío
para así encontrar al fin el oceano
de paz en que toda pena se olvida.
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martes, 22 de noviembre de 2011

Imitatio auctoris

La imitación de autores antiguos no solo no está mal vista en el Renacimiento sino que se considera una necesidad si se quiere llegar a ser un buen poeta. No hay poeta renacentista que no haya tenido modelos clásicos.
Otra cosa, sin embargo, es la traducción literal. Veánse los siguientes versos de Ausias March y Garcilaso de la Vega.

        GARCILASO DE LA VEGA  (1503-1536)                                                                              AUSIAS MARCH  (1397-1459)
                        (SONETO XXVII)                                                                                                                          (CANT LXXVII)
        Amor, Amor, un hábito vestí,                                                  Amor, Amor, un hàbit m'he tallat
      el cual de vuestro paño fue cortado;                                       de vostre drap, vestint-me l'espirit;
      al vestir ancho fue, mas apretado                                           en lo vestir, ample molt l'he sentit,
      y estrecho cuando estuvo sobre mí.                                        e fort estret, quan sobre mi's posat.


               

Luis de Camoens (1524 - 1580)

El poeta portugués es uno de mis preferidos. Os Lusiadas es uno de los mejores poemas épico-cultos del Renacimiento y sus Rimas lo convierten en uno de los grandes poetas del XVI. Cuando en la Navidad del 2006 visité su tumba en los Jerónimos de Lisboa tuve una de las experiencias más profundas que he sentido en mi vida, experiencia  sublime, en el sentido que  dan a este último término los teóricos del XVIII: lo que penetra nuestro ánimo de admiración y asombro elevándole sobre su estado ordinario [...] una impresión que tiene algo de deliciosa, pero grave, mezclada de cierto respeto que toca en severidad.
Cuando veo el vídeo que tomé en aquella ocasión vuelvo a sentir, al menos en parte, aquella sensación y he querido compartirla.


He querido además acompañar las imagenes con alguno de sus sonetos y, buscando, me he encontrado con que también D. Francisco de Quevedo lo admiró, como demuestra el conocido soneto del poeta español, que también transcribo.

Amor é fogo que arde sem se ver;                      Es hielo abrasador, es fuego helado,     
É ferida que dói e não se sente;                           es herida que duele y no se siente,
É um contentamento descontente;                   es un soñado bien, un mal presente,
É dor que desatina sem doer;                               es un breve descanso muy cansado.

É um não querer mais que bem querer;           Es un descuido que nos da cuidado,
É solitário andar por entre a gente;                   un cobarde con nombre de valiente,
É nunca contentar-se de contente;                    un andar solitario entre la gente,
É cuidar que se ganha em se perder;                un amar solamente ser amado.

É querer estar preso por vontade;                      Es una libertad encarcelada,
É servir a quem vence o vencedor;                    que dura hasta el postrero paroxismo;
É ter com quem nos mata lealdade.                   enfermedad que crece si es curada.

Mas como causar pode seu favor                        Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
Nos corações humanos amizade,                       ¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
Se tão contrário a si é o mesmo Amor?            el que en todo es contrario de sí mismo.

           Luís de Camões (1524-1580)                          Francisco de Quevedo (1580-1645)



lunes, 21 de noviembre de 2011

Soneto VII

                                                Prisionero de un sol forjado en hielo
busco la libertad que me estremece,
la luz que de tu rostro resplandece
cuando creas llena de amor el cielo.

Fanal de clara luz su vista anhelo
y sólo la oscuridad se me ofrece
desde un campo yermo que no parece
ni existir si no pisas tú su suelo.

Extenderé otra vez el lienzo suave,
luz de estrella que ilumine tu cara,
que como una brisa esparza tu aroma,

que me traiga para que nunca acabe
el brillo que mi ceguera repara,
el aura que a mis sentidos se asoma.
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lunes, 14 de noviembre de 2011

Fractal. Una joya de la videopoesía. (Por cortesía de Hernán Talavera)

La luz mientras duermes es un videopoema realizado por Hernán Talavera junto al poeta Rubén Martín (Premio Adonais 2009 y Premio Ojo Crítico de RNE 2010) por encargo del Festival Fractal de Poesía Joven de Albacete. La música, de Hildegard von Bingen, ha sido interpretada por Mª Ángeles Cortés y grabada en la iglesia de Santa Ana de Chinchilla.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Fernando López en Yinyila

En algún lugar dejé escrito que con Fernando López la madera volvía a ser bosque, remarcando así la filosofía que subyace tras la pintura de uno de los mejores paisajistas de la actualidad pero también de una de las personas más comprometidas con la conservación del planeta. No es extraño, desde esa doble perspectiva, que cuando ha participado en la semana cultural de Chinchilla en la que se explicó la génesis de diversas obras de arte, -Hernán Talavera la videocreación, Luis Alberto de Cuenca el poema-, Fernando haya llevado su óleo sobre madera "La Cala del Tossal", realizado sobre una encimera de mesa camilla y deconstrucción / reconstrucción babélica de un Tossal herido por el ladrillo. Acompañan a la obra numerosísimos bocetos y estudios previos que nos muestran el paso a paso de una creación en la que a la maestría pictórica se unen la erudición teórica y la decidida voluntad ecologista. Todo ello se podrá ver a lo largo de este mes en la galería Yinyila en Chinchilla de Montearagón.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Soneto XIX. Homenaje a Antonio Machado. (Para Andrés García Cerdán)

    Cuando el 22 de febrero de 1939 muere  Antonio Machado en Colliure, se le encuentra en el bolsillo de su abrigo un último verso. "Estos dias azules y este sol de la infancia".
    Conversando sobre la cuestión nos propusimos Andrés y yo escribir cada uno un poema que arrancara con el postrer de Machado, como homenaje al poeta. No tengo noticia de que Andrés lo hiciera pero yo, inmerso como estaba entonces en la métrica del soneto, tuve el atrevimiento de acometer la empresa y éste fue el resultado.
    No pasará desapercibido, por otra parte, como, con una pequeña modificación del segundo hemistiquio, de ahí procede el título de este blog.



Estos días azules y este sol de la infancia
vuelven tristes a veces, cuando claro el invierno,
fulge, cálido apenas, en este cristal moderno
que sigue reflejando toda mi ignorancia.

Sin piedad me recuerdan, perdida la fragancia,
que amarillo concluye el tiempo en mi cuaderno,
sin que en él se haya escrito nada que sea eterno
ni se haya dibujado en él cosa de importancia.

Se me va yendo tras cada página la vida
y son los mismos soles, del mismo azul el cielo,
incluso en la memoria aquel niño es el mismo;

pero el terco almanaque nunca jamás se olvida
de allí donde hay algo de calor poner su hielo,
de marcar día a día el camino hacia el abismo.


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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Fractal Poesía 1.1 (Fuenteálamo de Albacete)

Momento álgido del festival poético celebrado en Fuenteálamo fue el homenaje que, en el salón de plenos de su ayuntamiento, se rindió a los poetas locales, entre los que se seleccionó a Eduardo Alonso, Dionisia García y Antón Cerdán.


Leí yo un poema de Dionisia García de la que el también fuentealamero Andrés García Cerdán ha dicho:

"En otros lugares he escrito sobre ella, mostrando mi admiración por su obra poética y reconociéndola como maestra de mi juventud. Era amiga de mi abuelo y de mi madre y, generosa como sólo ella, me invitó a su casa y a su biblioteca y me defendió siempre. La recuerdo a principios de los años 90, en Murcia, de la mano de Salvador, su marido, y del brazo de Soren Peñalver, por la calle Trapería o bajo el tamarindo y las palmeras de la Plaza de Santo Domingo. Recuerdo la artesanal perfección de libros como Tosigo ardento (1985) de José María Álvarez, de Begar Ediciones, colección que coordinó. Recuerdo que me prestó las obras completas de Leopardi, Rimbaud y Kavafis, que me enseñó algunas cosas inolvidables de Miguel d'Ors, la limpieza bruñida del poema de Sánchez Rosillo; los volúmenes de la Historia de la Literatura Española de la editorial Crítica; algunos libros de la colección de la Diputación de Albacete: Angel Aguilar, Nicasio Sanchís; los libros de Javier Marín Ceballos, Manuel Susarte y Javier Orrico, enfants terribles de la poesía murciana de los 80. La recuerdo sentada hace unos meses en el Hemiciclo de la Universidad de Murcia."

El poema leído tiene como escenario el mismo que mi soneto veneciano y es un homenaje a Ezra Pound:

                                      En San Michele

Homenaje a Ezra

                                     En San Michele el cementerio un huerto
                                     Mañana de noviembre.
                                     Los versos de la usura.

                                     Silencio y tierra. Flores.
                                     Los peregrinos buscan vestigios naturales.
                                     La pisada de Pound en la pradera última.
                                     Raíces de laurel. Yedra. Rocío sobre el césped.

                                     Llegamos al lugar como a la posesión de un territorio.
                                     Y no se oía nada. Y llovía.

Tu rostro mañana, de Javier Marías. (Curiosidad)

El cineasta Agustín Díaz Llanes hace un guiño a Javier Marías y a su novela Tu rostro mañana (Fiebre y lanza. 2002, Baile y sueño, 2004 y Veneno, sombra y adios, 2007) cuando en su película Sólo quiero caminar (2008), secuela de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995),  incluye una secuencia de apenas 9 segundos en la que se anuncia, mediante dos grandes cartelones con el título de la novela de Marías, a un retratista capaz de pintar tu futuro rostro. He aquí la secuencia:

Grupos de teatro de 1969




sábado, 5 de noviembre de 2011

La Memoria fragmentada

EL JARDÍN DE MELIBEA
(Fragmento de memoria 2)

            Tardé tiempo en comprender qué era lo que quería decir Azorín al llamar a Albacete "Nueva York de la Mancha". Para mí,  decir Nueva York era tanto como decir Empire State Building y, en los años cincuenta, el edificio más alto que había en Albacete era el de Legorburo, que, desde luego, no existía cuando el maestro de Monóvar identificó nuestra ciudad con la de los rascacielos. Tardé en comprenderlo lo que tardé en conocer a don José S. Serna, que al dedicarme su "Albacete, siempre", recopilación de textos azorinianos sobre nuestra tierra, publicada en 1.970, escribió en la primera página: <<A Luis Morales. En ausencia del maestro, le dedica esta obra el aprendiz>>. Aprendiz que para mí era maestro y primer mentor;  nadie sabía más que Serna de Azorín. En la página veintitrés se recoge el lema en su contexto:



            [...] Maquinismo; modernidad de Albacete. Derroche de luz eléctrica en Albacete. En la noche, un enorme resplandeciente sobre la ciudad. Nueva York; todo a máquina; todo con máquina. Trigo; molinos con maquinaria extramoderna. [...] Y la vertiginosidad del expreso que deja un remolino de polvo en la llanura.

            El texto procede de la obra "Superrealismo", de 1.929, que, en la edición de Losada, se publicó con el título de "El Libro de Levante". Azorín realiza el trayecto Madrid - Valencia en ferrocarril y, después de atravesar la llanura manchega sin avistar capital alguna, parando de tarde en tarde en poblachones decimonónicos, queda deslumbrado por la luz eléctrica de Albacete, por las fábricas de harina que bordeaban el Paseo de la Cuba, paralelo a la vía del tren, que recorría, camino de la vieja estación, lo que hoy es el Parque Lineal. Era, pues, el horizontal maquinismo, y no la verticalidad inmobiliaria, lo que evocaba en don José Martínez Ruiz el recuerdo de Nueva York.


Treinta años después de que Azorín sirviera en bandeja el lema al otro don José, -además del "Albacete, siempre", autografiado por Martínez Ruiz en un retrato enviado a Serna-, visitaba yo la fábrica de Fontecha semanalmente. Era el caso que una hermana de mi padre estaba casada con el administrador de la fábrica, matrimonio del que había nacido una sola hija, mi prima, ojito derecho de su tío, mi padre, por ser la más pequeña de las de su rango y la única, carnal, que tenía en Albacete. Así las cosas, con la frecuencia que escrita queda, se recorría el trayecto que mediaba entre el Pasaje de Lodares y el azoriniano molino eléctrico.

            Una vez abandonado el pasaje y ganada la calle Mayor, una línea recta que pasaba por la plaza Mayor, enlazaba con Zapateros y recorría la avenida de la Guardia Civil, concluía ante las tapias del huerto de mis tíos, huerto que me trae a la memoria el de Melibea, hija, como mi prima, única de sus padres. Llegados a las tapias sólo había que caminar unos metros hacia la derecha para llegar a la casa del administrador, que ocupaba uno de los corneros de la industria fabril. Situábanse las oficinas en la planta baja mientras que el piso principal constituía la residencia de la familia. Tenía la vivienda un largo pasillo que desembocaba en el salón en el que solía atenderse la visita e inmediatamente antes de llegar a él,  se encontraba, a la derecha, la puerta de cristales que daba a la escalera, colmada de geranios, por la que se descendía al jardín, jardín feérico por los muchos secretos que atesoraba, de los que no era el menor el huerto propiamente dicho en el que se cosechaban, entre otras delicias, unos cohombros que no he vuelto a ver en sitio alguno. Pero el auténtico mihrab del carmen era un cuarto en el que la niña, niña de los ojos del padre, custodiaba innúmeros juguetes, bicicleta de fémina  incluida, con los que las tardes de primavera y otoño transcurrían en despreocupación paradisiaca. No obstante, el centro del habitáculo, y de nuestra atención, era un columpio que pendía del techo, afirmado su asiento de madera por férreas y bien forjadas cadenas.

            Era el jardín feérico de forma rectangular y en él se hallaban dispuestos acotados parterres con rosales bien cuidados que, junto a los árboles, principalmente moreras, formaban un apropiado boscaje para practicar el escondite y otros secretos juegos tan propios de la adolescencia insurgente como impropios de ser aquí desvelados. Pero era el jardín de Melibea tan sólo un pequeño país del universo de jardines de la fábrica, a los que, privilegiados ciudadanitos, teníamos libre acceso desde una puerta lateral que, franqueada, nos situaba en el amplísimo espacio cerrado por verja modernista en todo su frente.


            Macizos triangulares de alheña dibujaban un jardín francés en el que las rosas trepaban por férreos arcos aromando las primaveras de Calisto y Melibea, ajenos ambos al sudor de los molineros, al cansancio de los costaleros, a sus encallecidas manos, en más de una ocasión atravesadas por la curva aguja de cerrar los sacos. Ideales para recorrer en bicicleta eran los pasillos formados por la floresta. Acogedores para descansar, los bancos de piedra aquí y allá aposentados. Formidable la escalera central con sus gemelos leones en el arranque de las gemelas balaustradas, feroz mirada de estuco inofensiva frente a la realidad de carne, hueso y bronco ladrido del mastín que, durante el día encadenado bajo la escalera, custodiaba de noche la fábrica y su blanca mercancía.



            Realizábamos desde la escalera operación inversa a la de Azorín. Admirábase el de Monóvar al ver desde el tren la fábrica. Nos admirábamos nosotros al ver desde la fábrica el tren. No prestábamos casi atención al verde "Rápido", ni tan siquiera al "Pájaro Azul" de exótico nombre, pero el rojo encendido del TALGO, la cromada elegancia del TAF y el fugaz atisbo de su elitista pasaje, nos producía asombro en la mirada y ensueño en el ánima, que, tomando asiento en el articulado ligero Goicoechea Oriol, viajaba, como Azorín, al mar multisonoro.



            

Siguieron pasando los trenes y los años, cambiando de color unos y otros; el brillante TAF dio paso al TER azul, la blanca infancia al luto adolescente por la muerte del administrador, con cuyo óbito fenecía también el derecho de su familia a vivir en el privilegiado recinto. Fue el día del entierro el último en que yo pisé aquellos jardines, el último en que me senté en sus bancos, el último en que oí los ladridos del mastín y vi pasar los trenes desde la majestuosa escala, el primero en que mi padre me sorprendió  fumando un cigarrillo. Que hacía tiempo que fumaba -pongamos desde los once años- ya lo sabía; que se me aplicaran severos correctivos al detectarse en mi aliento el olor que los caramelos "Saci" no lograban eliminar, era de rutina, pero que me pillaran con las manos en la masa era totalmente nuevo. Mi difunto tío me sirvió de excusa, qué las ánimas me perdonen, pues, viéndome sorprendido, achaqué al estado de nervios y abatimiento que las circunstancias propiciaban, mi necesidad de recurrir eventualmente a la nicotina; creyéraselo mi padre o no, fue un alivio que la verdad se patentizará, pues ello me exoneraba, tras años de angustia, de buscar escondites estancos, estancos a la curiosidad paterna y estancos por contener el prohibido paquete, que había llegado a pernoctar en secretísimos escondrijos del parque o, rizando el rizo, sobre la caja de la cerradura, a la que se accedía a través de un cristal roto, de una de las puertas del ascensor averiado de mi casa.

            Con el humo de aquel cigarrillo esfumáronse las visitas a la fábrica, los juegos en el jardín de Melibea, el avistamiento de los trenes, la infancia...

            No hace mucho, anduve el antiguo recorrido: ahí está el pasaje, ahí la calle Mayor, ahí la plaza, y la calle Zapateros, y el cuartel de la Guardia Civil. Edificios pantalla ocultan, desde esa perspectiva, la ruina de la fábrica, los retorcidos hierros de su verja, el hueco que ocuparon los leones en la ya casi inexistente balaustrada. Permanece inedificado el solar de la casa del administrador. Puse mis pies en el suelo que fuera del huerto, imagine sus límites, el lugar que ocuparon las moreras, la fértil tierra de los cohombros, los macizos de aligustre, los geranios, los rosales... Encendí un cigarrillo y abandoné el lugar recordando el texto tembloroso de una tarjeta enviada por Azorín a Serna en 1.962: ...el tiempo manda. ¿Y quién desobedece al tiempo?


(Publicado en Barcarola,  núm. 63 - 64. Julio 2004.)


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Así transcurrió el Festival Fractal 1.1 celebrado en Fuenteálamo de Albacete

viernes, 28 de octubre de 2011

¿Qué significa FRACTAL?

Me lo explicó (e ilustró) Lucía Plaza, poeta y premio Barcarola de relato 2010,  en su dedicatoria.

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Homenaje al poeta Ramón Bello Bañón

Se ha celebrado está tarde en la sala de plenos del viejo ayuntamiento un homenaje al poeta Ramón Bello Bañón, maestro de generaciones y vivo patriarca de las letras de esta ciudad. En el prólogo a su poemario Los Caminos del Día dice Antonio Martínez Sarrión:

"A este respecto remito a su texto Ámbar [...] que yo siempre incluiría en las más exigentes de las muestras de poesía amorosa en todos los tiempos y lenguas."

Me honra incluirlo en este blog.

ÁMBAR

Por mis jardines, por las desarboladas
rutas de mis tardes perdidas,
paseo con el ámbar de tus ojos amantes.

Vengo de amaneceres donde está tu sonrisa,
del sol tibio y naciente de tus besos de seda,
la corola entreabierta de tu mano de suaves
dedos que escriben sobre la piel caricias.

Y cruzando las pérgolas,
y los puentes del día,
y subiendo a la cumbre donde están los recuerdos,
busco el ámbar de tus ojos amantes,
de tus ojos amados, de tus ojos intactos,
de tus ojos que cierran
con la noche las luces de mi vida diaria.

Los Caminos del  Día. Poemario. (1996)
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jueves, 27 de octubre de 2011

Fractal 1.1

Fuenteálamo se convierte en capital de la poesía. Estará en llamas durante todo este fin de semana porque allí se traslada la troupe de poetas, músicos, pintores, cineastas, editores y demás gente de mal vivir que fractalizará la ciudad a cambio de unos buenos gazpachos, un buen arroz caldoso y, eso sí, todo el amor que nuestro asumido narcisismo necesita.

jueves, 20 de octubre de 2011

La Memoria fragmentada

El hielo derretido en su cubo de zinc
    (Fragmento de memoria 1)

             
       El hielo se derretía lentamente en su cubo de zinc mientras yo miraba absorto cómo el herrero, sujetando entre sus piernas la pata de la caballería, descargaba certeros martillazos sobre la herradura previamente adaptada a la pezuña. Mi madre sabía, por el hielo que quedaba en el cubo, si ese día el herrero había tenido trabajo o no y si había sido cuando iba o cuando volvía de la fábrica de hielo, sifones y gaseosas a la que invariablemente, cada mañana de verano, me encaminaba, a eso de las diez, para proveer la nevera.

       La nevera de serpentín había sustituido a la fresquera y, antes que conservar los alimentos, proporcionaba, a través de un pequeño grifo exterior, un agua fresquísima, tan en su punto que tal vez no la haya vuelto a probar igual desde que, unos años después, un moderno frigorífico ocupó el hueco de la nevera y me liberó para siempre de mi cotidiano paseo a la fábrica de hielo, cubo de zinc en la mano, pero que también para siempre archivó en el recuerdo la escena de la herrería, que no mucho después hubo de cerrar sus puertas por falta de caballares clientes.

       En casa se madrugaba más en verano que en invierno, tal vez porque aún dependíamos algo del ritmo solar, tal vez por el mero placer de sentir en toda su amplitud el frescor de las mañanas de estío, que algunos días ampliábamos casi epicúreamente yendo a almorzar al parque, sobre las nueve de la mañana, cuando a la amabilidad de la temperatura se añadía la procedente de las mangas de riego, que, por esas horas, manejaban con destreza los jardineros.  Solía ponernos mi madre un pequeño bocadillo que, sentados en alguno de los bancos de piedra, comíamos apenas llegados para que hubieran espacio las tres horas de digestión que D. Elías , médico de cabecera de casa, recomendaba si queríamos, hacia el mediodía, tomar el baño en la piscina sindical de "Educación y Descanso", única a la sazón existente en Albacete.


       Entre el almuerzo campestre y el sindical baño se realizaban tareas tan diversas como rutinarias, entre las que se incluía, por supuesto, el acarreo de hielo, y que se englobaban bajo la común denominación de "hacer los recados". Obviamente, comprar el pan era uno de ellos; se hacía en un pequeño quiosco instalado en un portal de la calle ancha donde Carmen, cuando me veía entrar y sin que yo dijera nada, me proporcionaba la consabida cotidiana ración: un rollo, una barra de pan sobado y otra de Viena.  No obstante, de todos los recados, el que más me gustaba era el de la droguería.  Y por varias razones, la primera de las cuales estribaba en que el droguero tenía una hija, tal vez de veintialgún años por aquel entonces, cuya exuberancia alegraba no sólo mi hastío preadolescente sino también algún que otro ardor juvenil que no tardó en resolverse en boda con un buen mozo del comercio local. Pero no sólo era la despampanante presencia de la hija del droguero la que hacía especialmente agradable el higiénico recado sino también la variedad de productos que mi madre me encargaba: escamas de jabón para lavar la ropa, arena para fregar los cubiertos, lejía a granel, esencia de trementina para los muebles, alcohol de quemar para caldear el cuarto de baño, petróleo para el hornillo de la cocina, estropajos de esparto... Lo que más me molestaba de los recados era la cesta que había que llevar para el transporte de las mercancías y a causa de la cual mi hermano el mayor, que ya llevaba pantalón largo, no quería hacerlos por si lo veían los amigos; mi padre apoyaba el derecho a la dignidad del primogénito y, por su parte, mi hermano pequeño era demasiado pequeño para tales menesteres. Como mis padres no tenían descendencia femenina, cosa bastante necesaria por aquel entonces para las marmotiles tareas, el mediano, ‑es decir, yo, que nunca fui pequeño ni mayor-, se convirtió durante años en el recadero mayor de la casa por lo que también solía acompañar a mi madre a la plaza, esto es, a realizar la compra diaria en el mercado central, que por constituir uno de los cerramientos de la Plaza Mayor, había trocado el nombre que a su función correspondía por el de su ubicación.

‑ ¡Luis! ¿Te vienes conmigo a la plaza?

‑ Sí, madre.

       No había aún bolsas de plástico ni carritos de la compra y las mujeres acudían al mercado provistas de un gran bolsón en cuyo interior se albergaban otros recipientes más pequeños, más flexibles y más específicos, como la malla para la fruta o el talego para la harina. La vuelta, calle Mayor arriba, podía ser penosa a causa de la carga y culminaba, en nuestro caso, con la ascensión al tercer piso en el que vivíamos, el del número cuatro del Pasaje de Lodares, cuyo ascensor estuvo averiado diecisiete años al no estar contemplada su utilización en los contratos de arrendamiento por lo que el propietario no estaba obligado a su reparación. Llegados a la plaza, el itinerario era fijo: entrábamos por la puerta lateral que daba a la entonces Calle de Serna y López, ‑antes y ahora Carnicerías‑. El primer puesto a la derecha era el de Diego, el carnicero; el primero a la izquierda el de Lucía, la de los pollos, por lo que, si no había mucha aglomeración, solían ser objeto de la primera visita. En caso contrario, se podía hacer el encargo para recogerlo tras el paso por otros puestos menos concurridos. El centro de la nave lo ocupaban otros carniceros, charcuteros y polleros, así como el frente y el lateral derecho pero el lateral izquierdo estaba reservado a los pescateros, el último de los cuales, Paco, era el nuestro. Muy próximo al puesto de Paco estaba todo el mecanismo que hacía funcionar las cámaras frigoríficas, mecanismo que, frecuentemente averiado, despedía un insoportable olor a amoniaco. A continuación de este puesto aparecía la escalera que llevaba al piso de la fruta y la verdura. Carnes, pescados, amoniaco... y ahora la fruta. El cambio de olores era tan imperceptible que finalmente sólo olía a mercado. Un olor también perdido, junto con el olfato, para siempre, pero que, no sé cómo, parece querer volver de vez en cuando al abrir un frigorífico, al comprar en un supermercado o al preparar cualquier domingo los ingredientes para resucitar el irrepetible pollo en pepitoria con el que mi madre hacía los días feriados aún más solemnes y deleitosos. La luminosidad del piso dedicado a frutas y verduras contrastaba con la oscuridad del inferior pues a través de una claraboya que cerraba el armazón de hierro se tamizaba la luz, dejando caer suavemente sobre los puestos una claridad que hacía aún más viva la multiplicidad de colores que inundaba la nave. El puesto de Miguel era de los centrales y en el se exhibían, ya fuera en el mostrador, ya en cajas debidamente colocadas en el suelo con la inclinación adecuada, los productos propios de cada época, que hacían cambiar el tono de la exposición desde los verdes y ocres del invierno hasta la explosión multicolor del verano. Miguel atendía con cordialidad a sus clientes y era ayudado en el negocio por sus hijos, de diversas edades, el mayor de los cuales era el encargado de llevar a domicilio, primero en un viejo triciclo y después en una Guzzi con cajón adaptado en el transportín, aquellas compras que excedían por su peso o por su volumen la posibilidad de transporte manual. Algo que siempre me llamaba la atención del mercado era que, habiendo ascendido la escalera para llegar a los puestos de fruta, se pudiera salir a la calle a pie llano desde el portón que había frente al puesto de Miguel; no así si se hacía por la entrada principal,

que obligaba a descender la escalinata correspondiente. Y era que el mercado se encontraba en las primeras estribaciones del Alto de la Villa por lo que la planta baja sólo lo era por la Calle Carnicerías mientras que se convertía en sótano por la de La Luna, teniendo su punto intermedio en la escalinata principal que ascendía desde la Calle de La Estrella. La salida por la Calle de La Luna conducía, si uno quería ganar la cuesta de la Estrella, al chaflán en el que se situaban las verduleras que, carentes de puesto, exhibían su género en grandes cestos de mimbre o en seras y serones de esparto. Tenían aquellas mujeres fama horrible de pendencieras y malhabladas y cuando oía la expresión "reñir como verduleras" no sabía yo si el dicho se refería a aquellas mujeres individuadas del chaflán del mercado o, de forma genérica, al gremio entero. La cuesta de la Calle de La Estrella presentaba todo el aspecto de un zoco con sus puestos de madera entoldados y sus ocupantes gritando a los cuatro vientos la bondad de sus productos. Según se descendía quedaba a la derecha la fachada principal del mercado que alojaba, en el chaflán opuesto al de las verduleras, la torre del reloj. A la izquierda se alineaban las viviendas que habían acogido a familias patricias de la ciudad antes de que, a principios de siglo, el centro se desplazara hacia el Val General. Bajando por la cuesta se hacían las últimas compras y, con suerte, justo debajo del reloj, se tomaba un agua de cebada cuyo sabor es ya puro recuerdo como lo es la misma fabricación de la salutífera bebida. En la plaza misma, en el cerrado que los puestos de madera formaban, ofrecía Emilio sus sandías y sus melones, expuestos en el suelo sobre lonas y bajo una carpa que proporcionaba sombra tanto al producto como a vendedor y compradores. Cargados, como queda dicho, calle mayor adelante, emprendíamos madre e hijo el regreso a casa entre un gentío que iba y venía, entraba y salía de los comercios, se arremolinaba en torno a los charlatanes que frecuentaban la vía y pregonaban sus gangas con fluidez verbal que para sí quisieran algunos bachilleres.


       Era mi madre mujer joven que, por haberse criado en la casa de mis abuelos, mis bisabuelos y aun mis tatarabuelos, en la cuesta de la Estrella, se movía con seguridad por estos escenarios en los que los más mayores le seguían llamando Patrito como si aún fuera la niña que habían visto nacer mediados los años veinte. Y es que, esencialmente, la ciudad y sus gentes seguían siendo los mismos en los años cincuenta por lo que, los que entonces nacimos, nos fuimos transformando a la vez que la ciudad lo hacía y fuimos tal vez los últimos que llegamos a tiempo de conocer el antes y el después de un Albacete que fue desapareciendo como el hielo en su cubo de zinc.


(Leído en el Museo Municipal el Día del Libro de 1997) 

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