jueves, 5 de abril de 2012

La memoria fragmentada

                       DÍAS DE MONTE Y PLAYA I
                        (Fragmentos de memoria 3) 
                                                                                                                     A mi hermano Paco.

     Los planes de desarrollo de los años sesenta extendieron el hasta entonces elitista veraneo a las clases medias; o al menos a las clases medias funcionariales a las que, por la ocupación de mi padre, pertenecía la familia. Diversos fueron los modos del estiaje entre 1.961 y 1.968, año este último en que mi hermano el mayor ya estaba en la universidad, por lo que, tanto la dispersión familiar como el desplazamiento del esfuerzo económico, pusieron punto final a los veraneos en familia.

     La primera vez que salimos de casa durante el verano fue el mismo año en que yo, nueve años, iniciaría la preparación para el ingreso en el instituto. El punto de destino era la residencia de Educación y Descanso ubicada en San Rafael, Segovia, y los primeros recuerdos se centran en el viaje mismo, tan incómodo y accidentado que, igual que está situado en los primeros sesenta, bien pudiera estarlo en los cincuenta o en los mismísimos cuarenta.

     A la vieja estación de Albacete arribaba el verde convoy que, procedente de Barcelona, de donde habría salido doce horas antes, tenía que conducirnos hasta Madrid en viaje que aún duraría otras cinco o seis horas. En los vagones de tercera clase, en los que nosotros viajábamos, se hacinaba la gente, y se amontonaban los equipajes, haciendo dificultoso el tránsito por los pasillos en busca de cinco plazas, número de miembros de la familia, tarea casi imposible que hacía recorrer una y otra vez los vagones atravesando los fuelles que los unían y donde los traqueteos, ya intensos de por sí, se multiplicaban hasta convertir en ejercicio de equilibrista su cruce con las manos ocupadas por los bultos innumerables que la familia acarreaba para su estadía de dos semanas lejos de casa.


     Guiaba la búsqueda de los cinco hipotéticos asientos sin viajero, el revisor, que, por llevar gorra de plato, ejercía mando en tren, auxiliado, en casos de mayor importancia, por la pareja de la Guardia Civil y los inspectores de la brigada político social, que ocupaban en todo tren, juntos pero no revueltos, un departamento de segunda clase, en uno de los extremos del vagón, estratégicamente situado en punto equidistante entre cabeza y cola del convoy. Seguía mi padre, enorme maleta de cartón piedra en una mano y billetes en la otra, al revisor; aparecía mi madre tercera en el desfile y, cual pollitos tras la clueca, los hijos, cada uno con bultos proporcionados a su tamaño y jerarquía.
            En pleno fuelle, un vaivén desafortunado dio con los billetes en la vía al intentar mi padre, de manera instintiva, asirse de algún modo con la mano que los custodiaba. Cuando el revisor halló los pertinentes asientos, la carencia de los cartoncitos de color marrón que certificaban el debido pago de la tarifa, produjo discusión entre agente y padre, que, imprudentemente, dado que nos podían apear en la estación más próxima, se quejaba del servicio de la red nacional de ferrocarriles españoles. Pero un padre nunca era imprudente por aquellos años y, triunfal vencedor de la lid ferroviaria, fuimos finalmente acomodados, -entiéndase como eufemismo,-  cuando el tren llegaba ya a Minaya.

     Previamente a la pérdida de los billetes había exigido mi padre, en caso de no encontrarse plazas en tercera, el inmediato acomodo en segunda, tal y como las ordenanzas del siglo diecinueve, todavía vigentes, prevenían, así como también era exigible que el revisor demandara los boletos las manos enfundadas en blancos guantes. Ocho eran las plazas de un departamento de segunda clase frente a las seis del de primera; tapicería de tela éstos, de plástico aquellos; vagón colectivo con bancadas de madera los de tercera. La eterna duración de los viajes, -más de dieciséis horas separaban Barcelona de Madrid, vía Albacete - Alcázar de San Juan-, la incomodidad de los coches, el hacinamiento de los viajeros, el olor a humanidad, -mezclado siempre con el de la toronja mondada con las uñas-, las larguísimas paradas en poblachones color daguerrotipo, la manchega monotonía rota sólo por un "¡mirad los molinos!", llegados a Campo de Criptana, convertían el viaje a Madrid en una pesadilla que tenía como única compensación el permitir a uno chulearse de: a) haber montado en tren y b) haber estado en Madrid.

     Y sobre todo si, como es el caso, llegabas a Madrid nada menos que el día en que se celebraba el desfile de la victoria y habías visto a Franco, lo que te reportaba notable superioridad sobre aquellos que habían de limitarse a decir: "pues yo tengo un tío que ha visto a Franco". No lo puedo asegurar pero es posible que el tránsito por Madrid, y el paseo por el de la Castellana, obedeciera a que el tren que había de dejarnos en nuestro definitivo destino partiera de estación distinta a la que había arribado el que nos había traído desde Albacete. Sí recuerdo, sin embargo, un Madrid de calles desiertas a excepción de la zona en la que el desfile se producía y en la que la gente se arremolinaba en silencio con actitud lindante entre la curiosidad y el miedo. Y era miedo.


     El tren que nos conduciría a San Rafael tenía todos sus vagones de madera y sólo recuerdo su color acaramelado y su menor número de viajeros. Debimos de llegar a la residencia, que estaba retirada del pueblo, en plena montaña, mediada la tarde, y alguien debió de acompañarnos a nuestra habitación, que recuerdo en blanco y negro como casi todo lo de la época, y con una ventana que daba a un prado, montañas al fondo, cuyo verdor y cuya extensión eran para mí tan nuevos como lo había sido la visión del mar unos años antes, visión debida también a una excursión de Educación y Descanso, en este caso a Alicante, donde, en una noche de luna llena, mi asombro infantil se hizo infinito al avistar, acompañadas de su brisa, las plateadas crestas de las olas rumorosas. Si a Alonso Quijano le pareció el mar más ancho que las Lagunas de Ruidera, que en su tierra había visto, qué no me parecería a mí que ni aun aquellas conocía. Todo es asombroso para el que viaja desde la llanura, y de auténtico privilegio ha de considerarse la estadía en el Guadarrama, que sólo era posible, ricos aparte, para las familias de aquellos productores que, tras haberlo solicitado en forma y regla por triplicado ejemplar, eran agraciados en el imparcial sorteo realizado al efecto.



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