sábado, 3 de marzo de 2012

La memoria fragmentada

    CALLE DE LA LUNA
     (FRAGMENTO DE MEMORIA 4)

     La casa patricia de la Calle de la Estrella tenía detrás los corrales, caballerizas, vivienda de la servidumbre y salida de carruajes por callejón compartido con otras viviendas de la Calle Albarderos. Todas estas dependencias, callejón incluido, daban a la Calle de la Luna, frontera, por el norte, del Alto de la Villa, de tal manera que mientras que en su acera sur no había aún casas de tolerancia, en la de enfrente ya se situaban lupanares tan importantes como el Copacabana.


     El solar no era, sin embargo, regular, y entre la casa grande y la del servicio se incrustaban otras viviendas bajas, primeras de la Calle de la Luna que, donde aquellas terminaban, hacían una considerable explanada cuyo fondo alojaba las portadas, -"portás"-, del callejón y la entrada a la casa de Mila, -"ca la Mila"-.

     La Mila era prima hermana de mi madre, pues la suya y el padre de la Mila eran hermanos. Mi abuela era de Tobarra y, casi con toda seguridad, debió de llegar a Albacete para servir en casa de mi bisabuela Patrocinio. Mi abuelo, el señorito Luis, se encaprichó de la tobarreña, buena moza catorce años más joven que él, que ya tenía treinta y cuatro cuando decidió abandonar la soltería aunque en contra de su madre, de su hermano mayor, casado con la hija de un notario, y de su hermana Rosa, soltera y dama de compañía de mamá. La abuela María, que para sus sobrinos, los nietos del notario, era simplemente "la María", trajo a su vez de Tobarra, para servir, a su sobrina Milagros, que pasó inmediatamente a ser "la Mila" mientras que para ella los primos hermanos de su prima hermana, mi madre, eran el señorito Andrés y el señorito Miguel. Corolario explicativo: mi madre, y yo por ende, tenía una familia de señoritos por rama paterna y una familia de siervos por rama materna. A los primeros se les llama tíos mientras que a los segundos simplemente se les coloca el artículo delante de su nombre o de su hipocorístico. De ahí resultan "la Mila", nunca la tía Milagros, o "Pepe el de la Mila", nunca el tío José. A su vez, resultan inconcebibles "el Andrés" o "Consuelo la del Andrés" pues son el tío Andrés y la tía Consuelo. Mi madre, bautizada con el nombre de su abuela, era, primero, la señorita Patrito, luego, la señorita Patro, y, finalmente doña Patro.


     Tenía, y tiene, la Mila, dos hijos de edades parejas a la mía. El mayor, mi primo Pepe, "Pepito el de la Mila", de la misma quinta que yo, y el menor, mi primo Antonio, "Antoñico el de la Mila", unos años más pequeño que yo. Yo les tenía verdadera afición, pues se la tenía a su madre, y me encantaba visitarlos en la Calle de la Luna, donde carecían de toda comodidad pero donde gozaban de una libertad y de un contacto con lo más rural de nuestra ciudad que resultaba casi exótico para un "señorito". Ello me permitió, y bien sabe Dios que lo agradezco, conocer un mundo que, dentro de Albacete, estaba vedado a los niños acomodados, y además, desarrollar un ánimo contrario a la injusticia, aprendido de mi madre, que nunca me ha abandonado. En casa de Pepe y de Antonio se criaban gallinas y cerdos para el consumo propio o por cuenta ajena, y por diciembre se hacía el "mataero", la matanza del cerdo, a una de las cuales asistí un año en que la Mila había criado uno para mis padres. El matarife era el marido de la Teresa, hermana de Pepe el de la Mila, que también tenía otra hermana, la Hilaria, madre del Hilario y del Mauricio, que vivían en una de las casitas incrustradas en el solar de la casa grande. José Antonio y la Teresa vivían en el piso cuya planta ocupaban mis primos.

     Se entraba a casa de la Mila a través de un patio que alojaba a la izquierda un retrete y la entrada al corral de las gallinas, que con frecuencia invadían el patio, y de las cochineras; a la derecha la escalera de madera que conducía al piso de la Teresa. Al fondo del patio se encontraba la entrada a la casa propiamente dicha. Yo veía hacer a la Mila el amasado para los gorrinos, cuya base eran las mondas de las patatas, y que les era servido en la "tornaja", palabra que no aparece en el diccionario de la R.A.E. aunque sí "dornajo" con idéntico significado.

    
            Avisado me tenía la Mila de que los gorrinos mordían, por lo que yo prefería la contemplación a distancia. Y a distancia vi cómo lo engañaban el día de la matanza haciéndole seguir inútilmente una tornaja vacía que había de llevarlo, para empezar, al lugar donde sería pesado con romana antigua y ante testigos que certificaran las catorce arrobas convenidas, y, después, a la mesa de matanza adecuadamente ubicada en el patio.

     Por el método que dicho queda se sacaba al cerdo de las cochineras del corral, se le hacía atravesar el patio y, ya en la calle de la Luna, se le conducía hasta las portadas del callejón cuyas puertas abiertas permitían echar una maroma por encima del dintel; se ataba de uno de los cabos la romana de la que colgaba el cerdo mediante un arnés, también dispuesto con cuerdas, mientras que del otro cabo hacían contrapeso los hombres hasta elevar al animal a altura tal que la romana quedara a la de los ojos del perito pesador. Se abre a partir de aquí un paréntesis visual, aunque no auditivo, -espeluznantes los gruñidos del marrano-, que sólo vuelve a abrirse cuando las mujeres ya están cociendo vísceras en enormes calderos bien dispuestos sobre sus trébedes y alimentados por el fuego de los sarmientos, o embuchando morcillas en tripas receptoras de su contenido desde la máquina de picar sabiamente gobernada por dos mujeres, en el manubrio una, la otra en la espita, auxiliadas por la que con destreza realiza equidistantes nudos que convierten en ristra oreable la sangre embutida.

     Día de fiesta el día de la matanza, día de torreznos y "ajomataero", día de frío en la explanada de la calle de la Luna que durante los veranos se convertía en plaza de toros en la que los chiquillos nos convertíamos en diestros diestros o en diestros toros que toreábamos o éramos toreados de salón en uno de los juegos más excitantes y más habituales de mi infancia. Tal vez alguno de los hijos de la Hilaria había ido más allá del juego pues de su casa procedían las auténticas astas de toro que manejaba el niño-res, y si jugar al toro era fácil en lo que a los trastos hacía, -trapos y palos-, ya no resultaba tan habitual, -en términos taurológicos,-  el contar con unos cuernos de verdad. El caso es que en aquella pandilla de la calle de la Luna no había nadie que a los siete años, como mucho, no conociera ya toda suerte de suertes tauromáquicas o no dominara cual académico el argot de la religión táurica, tan complicado al menos como el latín litúrgico y preconciliar.

     Otros mil juegos callejeros llenaban nuestro ocio, apareciendo y desapareciendo anualmente como si de las estaciones se tratara, pues ha de saberse que no todos los meses eran adecuados al gua o al zompo, como tenían su temporada la lima, la firolesa, el churro, las cruces o rescate y un largo etcétera que, en la mayor parte de los casos, no requerían otra cosa que imaginación y buena salud, la riqueza más preciada en una época en la que el estar delgado o carecer de fortaleza física daba mala, pero que muy mala, espina.

     Vive hoy la Mila en piso de su propiedad, en el que junto a Pepe el de la Mila disfruta moderadamente de la sociedad del bienestar que ellos sí notaron. Pepito tiene negocio propio tras treinta años de trabajo por cuenta ajena. Antoñico se llama ahora Tony pues emigró a los Estados Unidos, donde ya estaban la Roja, hermana de la Mila, su marido y su hija, con la que Antoñico/Tony se casó y de la que ha tenido dos hijos/sobrinos. De vez en cuando viene de visita a Albacete.
Hace unos años, al pasar por la Plaza Mayor, todavía me paraba a la altura de "Los Corales", -única referencia posible-, y miraba hacia Villacerrada intentando colocar cada fantasma en su sitio. Si la memoria espacio-temporal no me falla, la Calle de la Luna debe de estar ahora en el mismísimo centro de la Plaza de la Mancha, donde, en verano, otros chiquillos siguen jugando en la calle a juegos tan distintos de aquellos como el propio perfil de hormigón y ladrillo cara vista que desde mil ventanas los vigila.


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