viernes, 9 de marzo de 2012

El Cuaderno


            Motivos secretísimos le habían llevado a extraviar aquel volumen entre los anaqueles de su biblioteca.  Se trataba de un cuaderno en octavo, bien encuadernado, cartoné revestido por una lámina de corcho, negros el lomo y las cantoneras, de unas doscientas páginas del color del marfil. Había ido escribiendo en él, con tinta sepia, una miscelánea que incluía desde traducciones más o menos peregrinas, -un fragmento de Bearn, versos de Catulo preludiados por otros de Orff, canciones de Tristan  Klingsor para el Sherezade de Ravel-, hasta reflexiones personales de claro signo sartreano, además de poemas y relatos propios urdidos bajo diversas influencias.  Pero, no mediado el cuaderno, debió de escribir algo que desató, no se sabe cómo ni por qué, una oleada de sinsabores pequeños pero de contumacia agotadora, intrascendentes pero de incomodidad insoportable. Cada línea escrita le interrogaba inquisitivamente, cada verso de amor le delataba, especialmente aquel soneto cuyo último terceto, -“mi cansada acritud ya no merece / que tú me ofrezcas un sorbo de vida / cuando un sorbo de muerte se me ofrece”-, lo había hecho definitivamente prisionero de sus palabras. Fue entonces cuando hubo de recordar necesariamente el Libro de Arena del sabio bonaerense y tras un infructuoso intento de destrucción, del que sólo resultó un parcial desgarro, del libro y del alma, decidió extrañarlo entre los estantes menos frecuentados de la vieja librería.

Pasaron los años y, con ellos, los motivos que le habían llevado a enterrar todavía en vida el íntimo cuaderno de sus desvaríos. Un día en que se hablaba de la poesía de Juan Ramón, recordó unos versos breves que él mismo había escrito intentando condensar el sentimiento en arcanas palabras que pretendían ser la cosa misma, en diminutas estrofas que se le antojaban suspiros leves de transparencia tan real como invisible. Quiso entonces buscar el cuaderno depurado pero todo fue en vano; si no lo había vuelto a ver después de que tomara la decisión de desterrarlo, a pesar de las mudanzas que entre tanto habían tenido lugar, tampoco ahora había sido capaz de orientarse entre los evanescentes recuerdos de su contradictoria ubicación. No iba a estar desde luego entre los de poesía pero su búsqueda entre ellos le permitió encontrar la Versión Celeste de Larrea, que tampoco había vuelto a recordar, o el Teatro de Operaciones de Sarrión, que creía irremisiblemente perdido en alguna tertulia de poetas ávidos de materiales de culto o en algún traslado apresurado. Tampoco eran los anaqueles filosóficos los más adecuados pero en ellos se reencontró, si no con el cuaderno, sí con el ejemplar de  L’Existencialisme est un humanisme  cuyo origen nunca revelaría y con El Pensamiento Antiguo de Mondolfo, que tantos placeres le había proporcionado en su juventud. Buscó también entre el material de desecho pero, aparte del desagradable encuentro con El Azar y la Música de un tal Morales y el no menos desagradable con las Poesías Completas de Guerrín, no pudo hallar el cuaderno que ahora deseaba de manera obsesiva. Todo posterior intento de búsqueda fue vano y la obsesión dio nuevamente paso al olvido sin que en mucho tiempo se volviera a hablar del cuaderno.

Fue en París una tarde de verano de 2002 cuando, al ir a preguntar en Éditions du Rocher por la Anthologie de la poésie française à la première personne du singulier,  que quería utilizar al curso siguiente en sus lecciones de Literatura Universal, vio en el escaparate un pequeño volumen encuadernado en corcho cuyo aspecto y  cuyo título, -Le cahier brisé-,  le produjo un sobresalto extraño y mucho más el nombre de su autor: Pedro J. Garcés, aquel alumno cabezón, bizco y medio tonto al que un día, años atrás, había encontrado escarbando en su biblioteca tras haberse presentado en su casa en su ausencia y haberle franqueado la entrada la que fuera su mujer por creer que el profesor lo había citado allí. Adujo el desventajado alumno que sólo había ido a despedirse ante su inminente marcha a Francia motivada por una comisión de servicios de su padre, funcionario de exteriores, en la UNESCO. Agradeció cortésmente el profesor el detalle y de Pedro J. nunca más se supo... hasta ese momento. Entró atropelladamente en la librería y pidió el Cahier. Allí estaban, allí estaban retraducidos los poemas de Tristan Klingsor y los de Catulo y el soneto que comenzaba “Déjame, te suplico amor, la noche” convertido en “Laisse moi, s’il te plaît amour, cette nuit” y el poemita juanramoniano y tantas palabras que tanto dolor le habían causado, y el origen de su ruptura matrimonial, y sus platónicos amores prohibidos y su crónica nausea existencial. Todo, todo exhibido en una repugnante traducción precedida de una no menos repugnante justificación del repugnante,  apócrifo, fementido y desventajado alumno. Lloró de rabia el profesor, pidió al librero noticia del autor del Cahier y, con un ejemplar en el bolsillo, salió de Editions du Rocher. No se sabe a dónde se dirigió ni a que dedicó el resto de la tarde, sólo que por la noche y junto a un cuaderno de corcho, el cadáver del hijo de un funcionario de la UNESCO  flotaba en el Sena.
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