—Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí.
Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un
poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de
unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo
la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además,
¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el
trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me
pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso
cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti.
Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
—Por favor... domestícame —le dijo.
—Bien quisiera —le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo.
He de buscar amigos y conocer muchas cosas.
—Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los
hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no
hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres
un amigo, domestícame!
—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito.
—Debes tener mucha paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al
principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me
dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás
sentarte un poco más cerca...
El principito volvió al día siguiente.
—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si
vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto
más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e
inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a
cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son
necesarios.
—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que
un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores,
por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los
jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la
viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y
yo no tendría vacaciones.
De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue
acercando el día de la partida:
—¡Ah! —dijo el zorro—, lloraré.
—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño,
pero tú has querido que te domestique...
—Ciertamente —dijo el zorro.
—¡Y vas a llorar!, —dijo él principito.
—¡Seguro!
—No ganas nada.
—Gano —dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
—Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo.
Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
—No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado
ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se
diferenciaba de otros cien mil zorros.
Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Las rosas se
sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
—Son muy bellas,
pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá
creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella
se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella
a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres
que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse
y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el
zorro.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el
zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se
puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
—Lo esencial es
invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.
—Lo que hace más
importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
—Es el tiempo que
yo he perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.
—Los hombres han
olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable
para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
—Yo soy responsable
de mi rosa... —repitió el principito a fin de recordarlo.
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